Empatías 1.
Empatías 2
Eran
las diez menos veinte, o las nueve y cuarenta, de un sábado que no marchita en
mi memoria. Como era mayo, el color negro del cielo hacía poco que se había
acomodado.
Me
quedaba perfumarme y ya estaría lista para salir a cenar. De pronto, así como
si nada, él me vendó los ojos. Me dijo que el restaurante iba a ser una
sorpresa.
Bajar
las escaleras no fue difícil. Tras un escalón va el siguiente. La dificultad
fue saber dónde ya no habían más.
Una vez
en la calle advertí el silencio y el calor de aquel pueblo perdido. Estaban
llenando los campos de agua. Eso explicaba el dulce olor a tierra empapada. O
sea, a barro.
Fuimos
hacia el coche. En el corto trayecto yo tenía mi mano agarrada a su brazo. Y a
pesar de la confianza, iba dudando y derrapando un poco a cada paso. Peor que el deslizarse de un caracol seco.
Entré
en el coche. Y éste se puso en marcha. Luego entendí que había salido por el
norte. Sólo existían dos maneras de salir de aquella aldea. Una es por caminos
rurales: grava, baches, grietas, imperfecciones
de asfalto, etc. Otra por la CV-500: una superficie bastante amable con las
ruedas del coche. Por eso adiviné que nos dirigíamos hacia no sabía dónde, por
ésta última.
Lo de
no poder ver me estaba mareando. Sé que llegamos a la intersección dónde puedes
optar hacia un destino al sur o al norte. Intuí que no fue rumbo sur porque
noté el giro de noventa grados por la izquierda. Aun así yo sentía que íbamos
en dirección meridional. No sé por qué. Esa era la impresión que tenía todo el
trayecto. Sabía que no, pero sin embargo, cuando imaginaba una vista aérea, era
incapaz de situarme yendo hacia el norte.
Todo
ello lo iba dictando en voz alta a mi compañero. Entre risas y todo eso que no
aburre. Yo estaba hablando más de lo normal. Comprendía mejor las letras en
inglés de la M80, y su locutor me pareció que parloteaba con la voz más grave. Yo
tenía las manos sobre mis piernas. Notaba ese calor que transmitían. Estaba
respirando de manera regular y a cada inspiración sentía rebrotar cada rincón
de mi ser. Los coches contra dirección que pasaban por la derecha nos daban una
leve sacudida. La ventanilla no estaba del todo cerrada y cuando el aire rozaba
el borde del cristal se emitía un silbido nada crispante. El motor parecía carraspear como un viejo
cascarrabias muerto de sed. Además, entre todo, también llegué a oír el
tick-tack de su reloj. Como esos instrumentos sutiles de alguna canción que no
adviertes hasta que no te cambias de auriculares. O de altavoces.
Entramos
en la ciudad. No era algo difícil de acertar. El estrépito de los vehículos, el
estruendo en las grandes avenidas, el jaleo de las terrazas, el olor a carne a
la brasa... También juraría que la temperatura subió unos dos o tres grados
centígrados. La sensación de mareo aumentaba cuanto mayor era la duración del
trayecto. Empecé a sentir que el coche subía continuamente por una calle
inclinada. Pregunté si estábamos ascendiendo por un puente, pero la respuesta
fue negativa. Abrí la ventana, pues conocía perfectamente la ubicación del pulsador.
Cuando
el coche estacionó ni siquiera advertí la
maniobra. Reconozco que, por instantes, una ligera ansiedad envenenó mi pecho. Al
fin salimos del vehículo. Y nuevamente necesité su auxilio para guiarme por las
calles. Me noté en un espacio bastante amplio y despejado. Quizá era la
resonancia de los pasos lo que me ayudaba a intuirlo. A penas había gente y
bajo las suelas de mis zapatos percataba la gravilla. Imaginé las afueras de
una ciudad, con muchos descampados al lado de edificios altos. Donde cerca
podrían existir campos, o incluso algún rio. Algo parecido a las afueras de
Tokio, o alguna ciudad japonesa. Esas que hemos visto en cualquier ánime
emitido en TV3.
Él me
anunció que íbamos a cruzar en rojo. Había conseguido acelerar el paso, pero lo
de correr era una fase para la cual no estaba preparada.
Sentía que el espacio que me rodeaba era descomunal, porque además intentaba
rozar alguna pared y no la hallaba.
Me dio
la risa tonta. Para colmo.
Nos
cruzamos con pocas personas. Yo fantaseaba con que era gente solitaria, que
transitaba triste por las afueras. Además sus caras las recree con personajes
que había visto en televisión o en videojuegos. Los coches que hacían ruido
también los extraía de la ficción. Claro, anhelaba el ambiente visual. Por ello
mi mente me exigía proyectar un espacio que me acogiera. Me encontraba cómoda
en un lugar ingeniado por mí misma.
Mientras
anduvimos, sus dedos seguían entrelazados con los míos. Cerca nuestras manos
existía una vibración de luz muy tenue, y me la figuré de color turquesa.
Tropecé.
Me pidió disculpas por no enunciarme el escalón del restaurante. Supe que debía
despedirme de la venda y de ese mundo tan mío. Eso, levemente, me apenaba. Me
aflojó la venda. Oscilé unos momentos entre averiguar por dónde había andado o
no. Me giré ciento ochenta grados y allí estaba: la calle por dónde solía
pasar.
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©After Dark. Ediorial TusQuets 2008 |
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